Carmen Ochaíta, vecina de Trillo, relata sus vivencias
miércoles 22 de octubre de 2014, 11:30h
“Cuando venían a Trillo los maletillas de la sierra, si veían que el toro era grande, corrían para que no se les fuera el coche de línea”, señala Ochaíta
Carmen Ochaíta nació el día 13 de agosto del 1931. “Así que tengo 52 años”. Como no salía la cuenta, me quedé mirándola. Cuando se percató de mi sorpresa, soltó la primera carcajada. “Son 82, ¿verdad?”. La conversación prometía, tenía buena madera, y no defraudó. Y precisamente por la madera, comenzó la trillana.
Provengo de una familia navarra que se asentó en Trillo hace varias generaciones. Todos fueron carpinteros, oficio que desempeñó mi padre, Francisco Ochaita, y mi hermano Paco. Con ellos dos acabó una estirpe de ebanistas “que dicen llegaron a fabricar las puertas de la catedral de Sigüenza y de la Iglesia de Trillo”.
Además, la familia de Carmen tenía labor y viñas. Vendían al público el vino que hacían en Trillo, así que tanto sus hermanas y su hermano como ella misma, tenían mucho que hacer y muchos quehaceres. Francisco padre era un hombre menudo pero con energía, rubio, de ojos azules, “buenísimo, agradable y de trato cordial, y muy trabajador”.
Para los Ochaíta trabajaba un buen número de temporeros. Les ayudan en la serrería y con el siempre fatigoso trabajo en el campo. Carmen estudió en la escuela de Trillo. “La de acá, era la de los chicos, y la de allá, la nuestra”, recuerda mencionándolas por orden de cercanía a su casa. No ha olvidado el nombre de dos de sus maestras, probablemente de las que más aprendió: doña Maruja y doña Mercedes Piñeiro. Enseguida, rebuscando entre sus recuerdos familiares de jovencita, sale a relucir el nombre de su tío carnal, León Bachiller. Esta fue la primera sombra de la conversación.
“Estaba soltero”, recuerda. Abrió, allá por los años 50, un taller con máquinas de hacer punto. En él, Carmen y sus hermanas tejían jerseys, calcetines y otras prendas, para el Sanatorio Leprológico, aunque no sólo. “En aquellos tiempos se llevaban prendas de lana fuerte o de algodón gordo”. León vendía su género, principalmente los calcetines, por los pueblos de la comarca. Tienda y fábrica estuvieron justamente en la misma casa en la que Carmen recordó su historia. “Sus sobrinas trabajábamos para él. Mi hermana Marina trenzaba los calcetines. El tío manejaba la tejedora de los jerseys. Mi cuñado, el marido de Nieves, hilaba los calcetines en fino. Los hacía de perlé, para los niños, con unos calados y bordados preciosos. Yo me dedicaba a coserlos, a plancharlos, a pasarles la parafina a las lanas y a los algodones”.
Por unos instantes, la voz de Carmen recrea una imagen de sus seres queridos tejiendo y riendo, bajo las directrices de León. “Lo queríamos como a nuestro propio padre”, recuerda. El tío soltero tuvo que huir de Trillo durante la Guerra Civil para salvar la vida. “Lo dábamos por muerto. No supimos de él en los tres años que duró. El día que volvió a casa, nos llevamos una enorme alegría”. Cuando terminó la contienda, León viajaba mucho por su trabajo. Volvía de sus ausencias en Trillo con un detalle para sus niñas, “zapatos, vestidos o alguna golosina”. Murió de un ataque al corazón fulminante el día 19 de junio de 1960. La trillana recuerda bien la fecha. “Cuando me enteré, caí al suelo del disgusto”. Y seguro que él “desde el cielo” tuvo algo que ver, porque gracias a aquel desvanecimiento, los médicos le diagnosticaron a Carmen que padecía del hígado, previniendo males mayores.
Como todos los trillanos a quienes les tocó vivirla, tiene malos recuerdos de la Guerra. “A mi padre se lo llevaron, medio desnudo y descalzo, maniatado, al Balneario, que fue entonces un cuartel. Lo detuvieron, por error, tres días. Era ya muy mayor, de la quinta del saco, que la llamaban”. Los militares también acamparon en la misma casa en la que estábamos hablando, lugar pleno de historias. Los Ochaíta se vieron obligados a trasladarse a la casa del Mirador, que era propiedad de los abuelos de Carmen. “Mi madre no nos dejaba salir de casa, por miedo”.
A finales de los años cuarenta, Carmen comenzó a salir con Francisco Bodega. “No he tenido otro novio. Empezamos a hablar con 17 años”. Mirando por la ventana del comedor, desde la que se adivina la Fuente Nueva, le vuelven a la trillana recuerdos de sus trajines de mocita con el agua de los cántaros. “¿Le han contado a usted la historia de la farola y cómo era la cosa de tomar relaciones?”. Le respondí que sí, pero que estaba muy interesado en escuchar su versión.
Enseguida se le dibujó una sonrisa amplia en la cara. Mientras me lo relataba, parecía que escuchaba de nuevo a su madre preguntándole a voces a su hermana mayor por dónde estaban los cántaros o las botijas para la cena. A esa hora, sus hijas los paseaban, calle arriba y calle abajo, después de haber sido vaciados una y otra vez en el jardín. “Los hombres, con el pasmo que hacía en el mes de enero, salían a pedirte un trago de agua, o a subirte el cántaro para acompañarte”. Carmen se troncha de risa.
Francisco le subió muchas veces el agua, que pesaba menos que una pluma, hasta la puerta de su casa. “Bajábamos todas a la fuente, tan chulas y sugerentes como éramos capaces. Antes de llegar al puentecillo que da paso a donde ahora está el Mesón, había un esquinazo. Y ahí dejábamos los cántaros”. Los chavales, en uno de esos juegos adolescentes impulsados por la testosterona, les escondían los recipientes o les hacían perrerías a las chicas que les quitaban el sueño.
Mientras, ellas se daban importancia hasta que les llegaba la vez de llenar el agua. “Nos íbamos hacia la plaza, como si fuéramos a un recado”. Después de dar una buena vuelta especulando con quién sería esa vez su voluntarioso aguador, “subíamos al pie de la farola con los ojos de los chicos clavados en nosotras desde lo alto”. Entonces llegaba el momento clave. “Te salían al paso para decirte: ¿te acompaño? En mi caso, fue el que yo quería, siempre el mismo. Fue mi marido”.
Siendo novios, la pareja iba al cine del Leprológico en la moto que tenía Francisco. “Traían unas películas extraordinarias. Las mejores de la época, españolas y americanas, las vimos en la gran pantalla del Sanatorio”.
El 4 de septiembre de 1957 se casaron en la Iglesia de Trillo. Era costumbre entonces subir al Royo a hacer el primer baile, porque de otra manera “no estabas bien casada”. El convite lo celebraron en el Salón de Julio Henche, del que ya hemos hablado aquí en alguna ocasión anterior. “Tenían unas cocineras especializadas que guisaban de maravilla”. La alegría y la juerga se repartieron por el pueblo, partiendo de la Iglesia y de la Plaza Mayor. Por la tarde, sin que nadie lo supiera, el matrimonio se marchó de viaje de novios. “Los amigos de Paco nos esperaban para darnos el tostón esa noche, pero no nos encontraron”, recuerda.
El primer hijo de la pareja nació en la calle de La Tajonada. “Me iban a trasladar a Guadalajara para dar a luz allí, cuando rompí aguas. Había en Trillo entonces un buen médico que me atendió perfectamente. Mi José Luis era un niño precioso, esperado y querido por toda la familia”, dice. Por motivos de trabajo, la familia emigró a la capital, instalándose en un piso de la Avenida del Manzanares, frente al estadio Vicente Calderón, que estaba entonces en construcción. Ya en Madrid, nació Javier. “Y me volvió a pasar lo mismo. Rompí aguas en la ambulancia. No llegué al hospital”.
Francisco ingresó en el Ministerio de Agricultura, en Atocha. La familia emigró a la capital. Tiempo después lo destinaron a Ecología, concretamente al departamento de control de plagas. Las oficinas estaban junto a la Puerta de Toledo. Allí fue donde ejerció su labor profesional, también, aunque de una manera diferente, relacionada con la madera. “Paco tenía a su cargo la vigilancia ambiental de una zona amplia de Madrid”. Ecología contaba con un laboratorio de investigación en El Ventorrillo, entre Cercedilla y Navacerrada, frente a la residencia del Banco Hispano. Durante más de veinte años, el trillano trabajó para erradicar la procesionaria del pino, un tipo de oruga que devora los árboles de esta especie con un apetito feroz. “Ahora hay muy pocas. Gracias al trabajo que se hizo, se descubrió una fórmula para diezmar su población”, dice.
Cuando llegó el tiempo del retiro, la familia se volvió a Trillo. “Mi marido padecía del corazón, y el cardiólogo que llevaba su caso, el doctor Sanz de la Calzada, nos advirtió que para su salud era mejor la vida en el pueblo, siempre más sana y sin contaminación”. En cuanto el tiempo abría, cambiaban el piso en Santa María de la Cabeza que se convirtió en la residencia definitiva de la familia en Madrid por su mirador sobre el Cifuentes. Francisco murió joven, con sólo 74 años, precisamente a consecuencia de una crisis cardiaca. “De un día para otro, se nos fue”, lamenta Carmen, con la misma sombra en la mirada que al hablar de su tío León. Ahora, Carmen vive en el lugar que tantos y tantos recuerdos le trae, rodeada de sus hijos, nietos y del pequeño Rodrigo, su primer biznieto, “un terremoto travieso” que es la alegría la casa y su debilidad. “Se lo voy a enseñar”, se arranca. Y así repasamos las fotos del niño, grandísimo. Antes de guardarlas, su bisabuela se las frotó sobre el corazón. “Uy, ya está el café”.
Con las tazas humeantes de por medio, la conversación cambió de tercio. “De Trillo me gusta todo. Mi madre vistió a la Virgen del Campo durante más de cuarenta años. Nosotras le preparábamos la ropa, la planchábamos y la almidonábamos”. También, como la mayoría de los lugareños, es una ferviente admiradora del mundo taurino. “Me han gustado los encierros a rabiar”. Y, de repente, Carmen empieza a carcajearse de nuevo. “Te voy a contar un sucedido”. En los tiempos en los que los toros se hacían en la Plaza Mayor, “traían unos animales que no cogían en ella, de grandes que eran”. Los maletillas tenían que medir bien los riesgos. “Algunos ponían una banderilla de medio lado, a traición, y se echaban a correr a la barrera”, cuenta, mientras la afición “disfrutaba de lo lindo o los abucheaba”, según lo viera. Entonces no había muletas ni capotes. “Los más valientes, se liaban una manta y se echaban al toro. A mi Paco le gustaba trastear en la plaza”, dice orgullosa.
Pero no es esa la anécdota que la hizo reír. De la sierra acudían al reclamo de la fiesta de la Virgen del Campo unos aprendices de torero. Carmen los veía venir desde su casa en el coche de línea. “Le decían al conductor que se esperase un momento, que no se fuera hasta que le hicieran una seña”, recuerda divertida. Entonces, los valientes se asomaban a la Plaza. “Si el toro era bien hermoso, corrían ellos más que el autobús, y se volvían a montar, yéndose con la música a otra parte”. Carmen y su madre pasaron muchos ratos divertidos a costa de la cara de susto de aquellos bravucones.