Fernando Cebolla nació en Almonacid de Zorita el 23 de marzo de 1942. Marchó del pueblo en 1950, a los ocho años, junto a sus padres y su hermano Antonio, en busca de un futuro mejor. La vida le condujo entonces a las afueras de Madrid, primero a la que entonces era la segunda estación del Ferrocarril del Niño Jesús puesto que su padre era el capataz de brigada ferroviario, y después en Vallecas Villa, donde aún hoy tiene su residencia. Sin embargo, Almonacid de Zorita siempre ha sido su referencia vital.
El almorcileño estudió automoción en el Instituto Virgen de la Paloma. Trabajó en el mundo del automóvil, y más tarde en el comercio. En Madrid conoció a Caridad, con quien se casó en 1967. Su devenir profesional es la historia del éxodo rural en los años cincuenta y sesenta: vidas anónimas y llenas de sacrificio, sin carencias, pero sin lujos, como las de tantos españoles.
Pero Fernando tenía una vocación oculta desde niño: el dibujo y la pintura. Al pie de la jubilación, con el tiempo necesario para dedicarse a ella, al almorcileño acabó por salirle el artista que lleva dentro. Cinco años después de su retiro profesional, el retrato se ha convertido en su pasión. Es la forma que tiene de expresar sus sentimientos, que se le adivinan debajo de un discurso serio, pero cálido, como la tierra en la que nació.
A pesar de que su formación es autodidacta, su técnica depurada sorprende por la frescura que transmite tanto en sus retratos como en sus dibujos del natural. Detrás de la perfección de cada rostro, siempre tremendamente realista, hay sentimiento, alma, la del propio Fernando, y también la del retratado.
Desde este viernes, día 8 de diciembre, y hasta después de Navidades, concretamente hasta el 7 de enero, y en la Antigua Ermita de la Luz, expone aproximadamente la mitad de su producción total en una muestra que ha dejado perplejos, por su calidad, a propios y extraños. Para Fernando, no es una exposición más, sino un regreso artístico a la tierra que le vio nacer y a la que se siente profundamente unido. De hecho, muchos los retratos que se pueden ver en la Ermita corresponden a almorcileños.
Para transmitir su arte, necesita muy poco. Solo un papel blanco, lápices para hacer claroscuros y tonos sepia, difuminos y pastel, cuando utiliza el color. Exactamente lo mismo que al día siguiente de su jubilación le pidió a la dependienta de la papelería. Fernando empezó a dibujar el retrato de Caridad, que es “mi mayor admiradora y también mi mayor crítica”, dice el pintor. Pasados los años, lo ha vuelto a dibujar. Orgullosa, Caridad muestra en el móvil la diferencia entre uno y otro.
El almorcileño siguió pintado. Su espíritu perfeccionista le llevó incluso a querer tirar la toalla cuando se enfrentó a uno, concretamente, el de su padre. “No me salía. Pero me empeñé, hice los retoques necesarios, y al final, lo conseguí. Me sirvió para aprender de mis errores”, sigue.
En los últimos cinco años, ha pintado 105 dibujos, principalmente retratos, pero también monumentos y rincones que le han llamado la atención, tanto de Almonacid, su pueblo querido, como del Pueblo de Vallecas, localidad por la que siente igualmente un cariño especial. La Torre del Reloj, el Humilladero, la Puerta de Santa María de la Cabeza, la gran torre de Vallecas, visible desde decenas de kilómetros de distancia, todo está fielmente dibujado por Fernando Cebolla, con una precisión asombrosa, pero también con corazón.
Fernando ha desarrollado un método para respetar las proporciones del natural. Ahora lo enseña a sus alumnos del colegio en el que imparte clases de pintura. Sus discípulos acumulan premios de los que él se siente tan orgulloso como ellos. Parte de una fotografía, que imprime en tamaño folio, y en blanco y negro. La cuadricula y luego la transporta a las dimensiones del cuadro real.
Y a partir de ahí, a pintar. Sentido y sensibilidad. “Hay que concentrase. Si no, no sale nada. Buscar todos los detalles, hasta la mínima sombra. Sacar las luces, para que el cuadro dé sensación de relieve…”. Fernando pinta siempre en su casa de Vallecas, en el mismo caballete, y sólo cuando se siente inspirado. “No tengo horas fijas, ni me marco un tiempo concreto para terminar un retrato. Algunos días, cuando no sale nada, lo dejo”, dice. Entonces, pinta en su cabeza, hasta que vuelve al caballete, con las ideas claras, a rematar su obra. Entre sus favoritos, “el de mi abuelo” y, naturalmente, “el último de Caridad”.